Todos hemos sentido celos
Cuando tu hermano menor nació y tus padres dejaron de ser sólo para ti. Aquella vez que tu perro sólo le hacía caso a las visitas. Cuando tu pareja cruzó miradas con alguien en la calle. Aquel día en que tus dos amigas fueron al cine sin invitarte…
Pero aunque sepas muy bien cómo se sienten, los celos son difíciles de definir.
Más que una emoción como tal, los celos son una respuesta emocional relacionada a diferentes motivos: a sentirnos inferiores, a sentirnos rechazados, a sentirnos solos, a sentir que una relación importante está en peligro, entre otras cosas. Tanto estos motivos como las situaciones del primer párrafo tienen algo en común: nos echan en cara que no somos los únicos receptores de la atención de alguien a quien queremos. Y eso duele.
Los celos y el amor romántico
La gran mayoría hemos crecido con la idea del amor romántico. Ya sabes, ese amor intenso que en su auge, hace que pongamos toda nuestra energía emocional en una única persona: nuestra media naranja. Además de toda la química cerebral -que qué bien se siente, la verdad- lo que nos engancha es sentir que somos lo más importante de nuestra persona amada, aunque eso no necesariamente sea verdad. Las personas tenemos varios ejes importantes en nuestra vida como amigos, familia, vida profesional, metas personales, y no es posible que una única relación nos llene (tampoco es posible “llenarnos”, pero eso es un tema para otro post).
Es por eso que cuando hay un tercero que viene y que amenaza esta fantasía de que somos lo único en la vida de nuestra persona amada, los celos llegan con todo. Y además de darnos cuenta de que no lo somos todo a los ojos de esa persona a quien queremos, hay algo que amplifica aún más los celos: que hemos aprendido que tener celos por alguien es una prueba de amor.
Seguro has escuchado a alguien que dice “No siento que me quiera de verdad porque ni siquiera siente celos por mí”. Es decir, no sólo nos toca lidiar de forma individual con la sensación desagradable cuando sentimos celos, sino que empezamos a esperar que nuestra pareja sienta celos para probarnos su amor. Empezamos a exigirle a nuestra pareja que nos reafirme que sí somos lo único, que sí somos lo más importante. Que elimine cualquier fuente de celos. Que vuelva a ser sólo nuestra. Y en la práctica, esta dinámica de pareja no es sostenible. Aumentan las peleas, se descuidan otras esferas esenciales en la vida. En esencia, se sufre la relación de pareja.
Celos, propiedad y competencia.
Entre los mitos del amor romántico que hemos absorbido sin darnos cuenta, está la idea de que la persona con la que nos relacionamos sexoafectivamente es nuestra. Al formalizar una relación, las personas se ven como las dueñas exclusivas del tiempo, el cuerpo, el deseo y los afectos de su pareja.
En su libro “Pensamiento monógamo, terror poliamoroso” Brigitte Vasallo comenta cómo la idea de la monogamia está basada en la lógica del control y exclusividad -que a su vez reproducen las dinámicas de la sociedad capitalista-, lo cual hace que normalicemos, e incluso romanticemos, la idea del “yo soy tuyo y tú eres mío”. Es decir, desde el momento en que somos pareja, tu deseo sexual sólo estará destinado a mí.
Desde que somos pareja, yo tengo prioridad sobre tu tiempo.
Desde que somos pareja, hay cierto tipo de planes que sólo debes querer hacer conmigo. Desde que somos pareja, sólo me puedes amar (de forma afectivo-sexual) a mí.
Esta idea de propiedad es algo exclusivo de la relación de pareja y del amor romántico, ya que para otros tipos de relaciones (amigos, hermanos, hijos, etc.) sí podemos aceptar con más naturalidad que se pueda querer a más de una persona.
Esto inevitablemente nos lleva a competencia en la que sólo hay lugar para una persona “elegida” y en la que toda persona que amenace este lugar se convierte automáticamente en un rival. Así, surgen los celos, las inseguridades y sobre todo, una presión constante por mantener esa posición exclusiva.